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LAS FLORES DEL CEREZO - ESTRENO 17 DE SEPTIEMBRE


Una pareja lleva una vida apacible en el campo alemán. Hace no mucho cruzaron el umbral de la vejez. Él es burócrata, sin mayores atributos; ella, ama de casa, obsesionada con Japón y la danza Bhuto, aunque sus pasiones se encuentran enjauladas. Sabemos, desde el principio, que él padece un cáncer terminal, aunque la depositaria de la noticia es ella. La recomendación médica: vivir una última aventura juntos, viajar. Celosa del secreto que aqueja a su marido, ella decide que vayan a Berlín a visitar a dos de sus tres hijos. El tercero, el hijo idealizado, vive en Japón. Cuando la pareja llega a la ciudad, cae en la cuenta de que su presencia es un fardo para sus vástagos. Deciden, entonces, viajar al mar, a la costa del Báltico. Y allí, luego de un sueño en el que es llamada por su alter ego, una danzante de Bhuto, ella muere.

Así da inicio Las flores del cerezo, la entrega más reciente de la directora alemana Doris Dörrie (Hannover, 1995), de la que ya habíamos visto dos filmes notables: Hombres (1985), una comedia formidable, y Nadie me quiere (1994), que pasa de la tragedia a la hilaridad en un sublime tris. Más cercana a la segunda que a la primera, esta película de Dörrie explora nuevamente el tema de la muerte, aunque ahora desde una perspectiva tanto nipona como de senectud. Pensemos, además, en una suerte de Perdidos en Tokio (2003), de Sofia Coppola, sin el glamour visual, rica en las tribulaciones de cualquier occidental que llega a Japón y se pierde en el nuevo lenguaje de su entorno inmediato, a la vez que gana algo. Tras la muerte de la mujer, el marido se reúne con su hijo en Japón; es decir, realiza el viaje que su esposa siempre añoró hacer. Y allí, gradualmente y de la mano de una altruista niña-Virgilio, se va transformando en ella, entre atisbos de cerezos en flor y asomos del tímido monte Fuji, con alusiones muy directas a los cien retratos que del volcán hiciera el ya clásico Hokusai.

Agridulce y a ratos amarga, Las flores del cerezo es una dura reflexión sobre la viudez, así como sobre el peso de la memoria del otro –su sombra que nos acompaña, así como una sombra acompaña a los que bailan Bhuto–, la pareja perdida, en nuestro propio devenir cotidiano. A la vez hermosa visualmente y cruda en su retrato de la buda vida familiar alemana, esta nueva película de Dörrie nos (de)muestra los atributos acumulados de la creadora, genuina y siempre original.